Entre la delegación española que viajaba a Munich 1972, había un chaval de 20 años que se preguntaba qué estaba haciendo allí. Con él veía a Luyk y Brabender, a Mariano Haro. Y sabía que rumbo a Kiel iba el Príncipe de España, Juan Carlos de Borbón, a hacer lo mismo que él: participar en los Juegos Olímpicos. Y él, Enrique Rodríguez Cal, era un chaval de veinte años, boxeador, campeón de Asturias y de España del peso minimosca, y que aspiraba a ser obrero de Ensidesa, la gran siderúrgica asturiana.
Ellos salían a veces en los periódicos -mucho más el Príncipe, claro- y él apenas había logrado ver alguna vez su nombre en La Voz de Avilés. Pero no se le iba en la cabeza el hecho de que había logrado su sueño: quería estar en los Juegos Olímpicos. Y quería ser boxeador.
Porque en la España de los años 60, ser boxeador era algo tan apetecible, y más inalcanzable, que ser futbolista de éxito. Porque lo único que hacía sombra al omnipresente fútbol era el boxeo. El Palacio de los Deportes de Madrid se llenaba para ver a Miguel Velázquez, a Pedro Carrasco o José Legrá. Las veladas se televisaban. El país se paralizaba para verlas. Y sobre todo, con Urtain, el de la triste historia.
Y los chavales, llevados por la ilusión, hacían guantes pero sabiendo que futbolistas había cientos y boxeadores, seis o siete. Todos ellos eran los ídolos del pequeño Enrique pero para él había, además, otro, más especial y asequible. Su hermano mayor, ya boxeador. Si Enrique Rodríguez Cal se hizo popular como Dacal II fue porque antes hubo un Dacal I. A ese Dacal I le acompañaba el pequeño Enrique a las veladas, le preparaba los guantes y los masajes y de su mano entró por primera vez en un gimnasio de boxeo cuando tenía 14 años. Para ducharse había un bidón con un agujero debajo. El resto de las condiciones nos las podemos figurar, pero Enrique las suplió con coraje, valor y voluntad.
De complexión fuerte, pero reducida, se inició en el peso mosca. Y no le fue mal: rápido y joven campeón de Asturias, comenzó a llamar a la puerta de los títulos nacionales aficionados y, por tanto, del equipo nacional. Pero algo le faltaba. No supo qué hasta que un entrenador le dio la clave. "Baja de peso. Hazte minimosca". Y Enrique Rodríguez Cal se resignó a pesar 48 kilos. Llegó al campeonato de España y lo ganó con la gorra. Luego, llegaron las pruebas de selección olímpica, entre los jóvenes valores y los consagrados. La cosa estaba tan igualada que se llamó a los grandes profesionales Legrá y Carrasco para juzgar. Y dijeron que a Múnich debía ir Rodríguez Cal. Él se enteró pocas horas antes del viaje.
Enrique leía la prensa. Fue por ella que se enteró que había tenido muy mala suerte en el primer combate: el campeón de Europa, el rumano Alexandru Turei. Le ganó. Después el estadounidense Davey Armstrong. Le ganó con más claridad aún. Después el cubano Rafael Carbonell. Con todo el respeto que siempre imponen los boxeadores cubanos. Además, ocho años más de experiencia, campeón Panamericano y terceros Juegos Olímpicos a cuestas. Y ante Carbonell hizo el combate de su vida. Un combate que aseguraba una medalla, la de bronce, que acabaría siendo la única en los Juegos de Munich, y en 16 años de Juegos de Verano para España.
Pero por desgracia, también sería su última victoria olimpica. En el combate por la final tocó el coreano del norte Kim U-Gil y por esas cosas del boxeo olímpico Enrique perdió ante la sorpresa general. Pero ganó, eso sí, la fama: vino a conocerle el Príncipe Juan Carlos, saludó a Julio Iglesias, pudo también aproximarse a Abebe Bikila, ya entonces en silla de ruedas, a quien él admiraba profundamente porque como siempre dijo, de no ser boxeador hubiera querido ser maratoniano. Tuvo que enseñar muchas veces la medalla y en Avilés su club de siempre, la Atlética Avilesina, su segundo hogar, le hizo un homenaje popular, modesto pero entrañable.
No quiso, eso sí, pasar a profesional, lo que hubiera sido el paso natural en aquella España en la que reinaba el boxeo, porque él quería ser otra vez olímpico. Y siguió en la selección española. Pero claro: aunque tenía una beca había que pensar en el futuro: En el Mundial de 1974 se clasificó para las semifinales cuando recibió una llamada de su esposa: En Ensidesa estaban admitiendo trabajadores. Se fue raudo a buscar a los responsables de la selección y les dijo que o le arreglaban el ingreso, o dejaba las semifinales y se volvía a Avilés a apuntarse al proceso. Se lo arregló la Atlética Avilesina y Enrique siguió en Cuba.
Pero las cosas del boxeo: cuando en Montreal 1976 Enrique Rodríguez Cal, abanderado de la delegacíón, era favorito, avalado por medallas mundialistas, y había tenido suerte en el sorteo, un encontronazo fortuito le provocó un corte en la ceja. Y fue eliminado según las reglas del boxeo amateur. Y años después aún lo recordaba: "Cuando en Munich gané la medalla, no se cabía en el vestuario. Cuando perdí en Montreal estaba solo". Fue Ladislao Kubala, el seleccionador de fútbol, que estaba presente en el combate, quien le acompañó a que le cosieran la ceja.
Y no hubo una tercera experiencia. Al final, Dacal tuvo que hacerse profesional porque con familia que mantener, calculó que podría añadir más a su sueldo de Ensidesa así que con la beca amateur. Cosas de aquellos tiempos del boxeo olímpico amateur. Y allí, en Avilés, sigue el bueno de Enrique corriendo carreras populares. Al final, sí pudo correr su maratón.
Fuente: MARCA
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