Mario D. Braña. - Por una desgracia, ajena a lo que pasa entre las doce cuerdas de un ring de boxeo, Asturias no tuvo opción de doblar la recompensa de sus deportistas en Múnich-72. La imagen española de aquellos Juegos fue la del menudo Dacal con su medalla de bronce. Alfonso Fernández, que también quería comerse el mundo, no pudo optar al podio. Quedó K.O. en la ducha.
Alfonso Fernández estaba en el vestuario del Sport Halle de Múnich, tras ganar el primer combate del cuadro en el peso welter (hasta 69 kilos). La felicidad del boxeador asturiano se borró de repente, por un gesto que habría repetido cientos de veces: «Estaba duchándome y, al tapar una de las fosas nasales para expulsar toxinas, por un poro de la nariz pasó aire al párpado y el ojo se hinchó como un globo».
El reconocimiento médico confirmó los peores augurios. Alfonso Fernández no pudo presentarse al combate del 30 de agosto frente al británico Maurice Hope. «Si hubiera ganado ese combate, me metía en la pelea por las medallas». Una decepción que, tantos años después, el ovetense se toma con filosofía: «Me llevé un buen disgusto en aquel momento, pero con el tiempo el recuerdo de aquellos Juegos es agradable».
Dominador indiscutible de su peso en España, Alfonso Fernández no pasó la incertidumbre de Dacal sobre su presencia en Múnich: «Un año antes ya sabía que iría. Por eso pude centrarme en la preparación para los Juegos. Fue dura, con concentraciones y encuentros internacionales. Pero también resultó llevadera porque el seleccionador, Palenque, era muy simpático y animaba el ambiente».
Al margen de su incidente, Alfonso Fernández guarda recuerdos curiosos de su estancia en la villa olímpica. Por ejemplo, de su «tropiezo» con el ex atleta etíope Abebe Bikila, al que tuvo que dejar pasar en silla de ruedas. O de su partida de tenis de mesa con el entonces incipiente cantante Julio Iglesias: «Me pidió una entrada para el boxeo y le contesté que lo único que podía hacer era dejarle la chaqueta del chándal. Mis compañeros se rieron de mí porque no lo conocía. Y, encima, me ganó al ping-pong».
Como todos, Fernández pasó momentos de tensión tras el ataque a la delegación israelí, pero se alegró por la continuidad de los Juegos. De esa manera pudo disfrutar de alguna jornada de atletismo en el espectacular Estadio Olímpico de Múnich y de una ceremonia de clausura que recuerda «más espontánea que la de apertura, con bastante animación y azafatas muy guapas».
En lo deportivo, Alfonso Fernández no tuvo la oportunidad de desquitarse en Montreal. La Federación Española de Boxeo no atendió su solicitud de apoyo económico para seguir cuatro años más y se hizo profesional. Una experiencia que no salió bien porque se frustró una pelea por el título europeo e incluso una velada en el Madison Square Garden de Nueva York. En 1979, con 28 años, colgó los guantes y encauzó su vida por otros derroteros.
Afincado en Madrid, Alfonso Fernández trabaja como auxiliar sanitario en el Hospital Gregorio Marañón, alejado del boxeo y casi borrado de los archivos olímpicos. «En la época de Ferrer Salat, el COE me mandaba todos los años una felicitación y algún detalle que me ponía la piel de gallina. Pero desde entonces no me llama nadie».
Alfonso Fernández se mantiene en forma corriendo entre ocho y diez kilómetros diarios por la Casa de Campo. Le gustaría venir más a menudo a Asturias, para ver a su familia o recordar los escenarios de su niñez, en los barrios de Pumarín, donde nació, y de San Lázaro, en el que pasó sus años de niñez y juventud hasta que el boxeo le sacó billete de ida a Madrid.
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